Professoressa di Diritto civile dell’Universidad Rey Juan Carlos di Madrid.
Laureata in Giurisprudenza presso l’Università Complutense (2000). Dopo il Master in Pratica Giuridica (2001) ha frequentato i corsi di dottorato dell’Università Rey Juan Carlos di Madrid, nel programma “Análisis Jurídico, Social y Económico de las Instituciones” (2002-2004). È dottore di ricerca in Diritto Privato dal 2010.
Dalla fine del 1999 a gennaio del 2005 ha lavorato nel reparto giuridico di una società privata. Nello stesso anno ha preso servizio presso il Dipartimento di Diritto Privato dell’Università Rey Juan Carlos dove svolge attualmente la sua attività docente. Dal 2011 è Coordinatrice delle Lauree in Giurisprudenza, Giurisprudenza on-line, Giurisprudenza Franco-Spagnola e della doppia Laurea in Amministrazione e Direzione d’Impresa e Giurisprudenza della stessa Università.
È iscritta all’Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.
Ha pubblicato la monografía “El patrimonio protegido de las personas con discapacidad: aspectos civiles” (Ed. La Ley, Madrid, 2011, 480 pp.) e ha scritto diversi articoli che sono apparsi su riviste settoriali di rilievo.
QUI IL VIDEO DELL’INTERVENTO – (disponibile dal 15.4.2014)
MÁS ALLÁ DE LOS CONFINES ITALIANOS: LAS SOLUCIONES ADOPTADAS POR OTROS ORDENAMIENTOS. ESPECIAL ATENCIÓN AL RÉGIMEN ESPAÑOL
I. INTRODUCCIÓN
Los Códigos europeos decimonónicos contenían rígidos sistemas de incapacitación, dirigidos no a proteger al propio interesado, sino los intereses patrimoniales de sus familias y la seguridad del tráfico jurídico. Tales regulaciones se basaban, en buena medida, en la percepción social del enfermo mental como sujeto indeseable y peligroso, fruto –a su vez- de la consideración por la psiquiatría de finales del siglo XIX de la enfermedad mental como incesante e incurable.
En los años sesenta del siglo XX, la difusión en Europa de la denominada “antipsiquiatría inglesa” –que concibe el trastorno mental no como una condición definitiva e irreversible, sino como un estado transitorio y, en muchos casos, susceptible de curación o mejoría, para lo cual resulta imprescindible la reinserción del enfermo en la sociedad-, unida a la toma de conciencia de la inadecuación de los institutos jurídicos existentes para dar solución a las nuevas necesidades que iban surgiendo en la realidad social (como consecuencia, por ejemplo, del notable incremento del número de personas de avanzada edad, en fases agudas de alcoholismo, toxicomanías, etc.), motivaron que, desde diversos sectores sociales, comenzase a demandarse la revisión general de los institutos de tutela tradicionales –que se revelaban insuficientes y, a menudo, desproporcionados-, adaptándolos a los postulados de las modernas Constituciones, que reclamaban para las personas con discapacidad una protección que no atentase contra su dignidad personal.
Con el objeto de brindar respuesta a tales demandas, en las últimas décadas, diversos ordenamientos europeos han introducido cambios significativos en sus sistemas de guarda de incapaces. Ahora bien, aun estando presididas por el mismo principio –la búsqueda del justo equilibrio entre las exigencias de protección y libertad del individuo-, las nuevas regulaciones difieren en su grado de alejamiento respecto de los planteamientos iniciales; así, en algunos supuestos, el régimen tradicional se ha sustituido por entero (es el caso de Austria o Alemania); en otros, se ha suavizado y completado con la incorporación de nuevos institutos de tutela (Francia o Italia); y, finalmente, hay quien se ha limitado a adaptar el sistema inicial a las nuevas tendencias (España); veamos un ejemplo de cada caso.
II. ALEMANIA: LA ASISTENCIA JURÍDICA DE LOS ENFERMOS FÍSICOS Y PSÍQUICOS
En Alemania, la Betreuungsgesetz (Ley de asistencia), de 12 de septiembre de 1990 (en vigor desde el 1 de enero de 1992), introdujo en el Libro IV del BGB (dedicado al Familienrecht) los parágrafos 1.896 a 1.908, que regulan el instituto de la rechtliche Betreuung. Con posterioridad, esa norma fue modificada por la Gesetzesneufassung durch das Betreuungsrechtsänderungsgesetz, de 25 de junio de 1998, por la Drittes Gesetz zur Änderung des Betreuungsrechts, de 29 de julio de 2009, y por la Gesetz zur Änderung des Vormundschafts- und Betreuungsrechts, de 29 de junio de 2011.
El nuevo régimen ha supuesto la derogación del procedimiento de incapacitación y la sustitución de la tutela y curatela de los mayores de edad por el instituto de la asistencia, que, además, tiene carácter subsidiario, ya que sólo podrá instaurarse en defecto de Vorsorgevollmacht otorgado por el interesado y siempre que su atención no pueda procurarse por otros medios (§ 1896.2 BGB).
Con esas salvedades, podrá nombrase un asistente al mayor de edad que, como consecuencia de una enfermedad psíquica o de una discapacidad física, mental o emocional, no pueda ocuparse de la totalidad o parte de sus asuntos. El nombramiento se llevará a cabo de oficio o a instancia de parte, salvo cuando el interesado estuviese afectado por una discapacidad física, en cuyo caso sólo él podrá instarlo (§ 1896.1 BGB). Lo que no cabe en ningún caso es la designación de asistente legal en contra de su voluntad (§ 1896.1ª BGB).
Corresponde al Juez determinar el concreto alcance de la asistencia en cada caso, limitándola estrictamente a aquellos ámbitos en los que resulte imprescindible (§ 1896.2 BGB); sólo excepcionalmente podrá abarcar todos los asuntos del asistido –excluidos, claro está, los personalísimos-.
En el ámbito de su actuación, el asistente representará al asistido judicial y extrajudicialmente (§ 1902 BGB), estando sometido a constante supervisión judicial (§ 1837.2 BGB). Asimismo, requerirá autorización previa del Tribunal de Tutelas para los mismos actos en que se exige al tutor del menor de edad (por ejemplo, para enajenar o adquirir bienes inmuebles, tomar dinero a préstamo, suscribir contratos de arrendamiento por tiempo superior a 4 años, etc.).
En todo caso, la actuación del asistente deberá dirigirse a procurar el bienestar del interesado, lo que implica la posibilidad de que su vida discurra, según su capacidad, de acuerdo con sus propios deseos y aspiraciones (§ 1901.2 BGB). Eso supone que el asistente deberá discutir con el asistido las decisiones a adoptar y atender a sus deseos, salvo cuando con ello se ponga en grave riesgo su bienestar (§ 1901.3 BGB).
La constitución de asistencia no convierte en incapaz al beneficiario, de manera que cabe que el asistente y el asistido celebren negocios contradictorios. En tales supuestos, la doctrina entiende que, si se celebran dos negocios dispositivos sobre un mismo bien, el válido será el primero; tratándose de negocios obligacionales, ambos serán eficaces, pero, si alguno no pudiera cumplirse, el asistido deberá indemnizar al tercero que vea insatisfechas sus pretensiones.
Únicamente en supuestos excepcionales y sólo cuando sea necesario para prevenir un inminente peligro para la persona o patrimonio del asistido, puede disponerse una Einwilligungsvorbehalt o reserva de consenso preventivo del asistente (§ 1903 BGB), en cuyo caso el beneficiario deberá obtener el asentimiento del asistente para celebrar los negocios jurídicos indicados por el Juez. Dicha reserva no podrá extenderse a declaraciones de voluntad dirigidas a contraer matrimonio o formar pareja de hecho, a otorgar disposiciones mortis causa o a aquellas para las que quien tiene limitada su capacidad de obrar no necesita el consenso de su representante legal (§ 1903.2 BGB).
No obstante, el § 105.2 BGB prevé la nulidad ipso iure de los actos celebrados en ausencia de capacidad natural.
La resolución que ordena la constitución de asistencia determinará la duración de la medida, sin que pueda exceder de 5 años; transcurrido ese plazo, habrá que comprobar si concurren los requisitos para decidir su continuación.
La asistencia cesará cuando desaparezcan los motivos que determinaron su establecimiento. Igualmente, procederá la ampliación o reducción de su alcance cuando las circunstancias del asistido así lo aconsejen (§ 1908d.1 BGB).
III. FRANCIA: LA SALVAGUARDA DE JUSTICIA, LA CURATELA Y LA TUTELA
Francia fue el primer país europeo en revisar su Derecho en el ámbito que nos ocupa, a través de la Ley 1968-5, de 3 de enero de 1968, que añadió la sauvegarde de justicie a los institutos tradicionales de guarda –tutela y curatela-. Después, la Ley 2007-308, de 5 de marzo de 2007 (en vigor desde el 1 de enero de 2009), completó la reforma con alguna modificación de las instituciones mencionadas y con una minuciosa regulación del mandat de protection future (arts. 477 a 495-9 Code).
Conforme a la redacción actual del artículo 425 del Code, cualquier persona que esté impedida para proveer a sus intereses por sí misma, como consecuencia de una alteración de sus facultades mentales o de una limitación corporal que le impida expresar su voluntad, podrá beneficiarse de alguna de las medidas de protección previstas al efecto –es decir, de la salvaguarda de justicia, de la tutela o de la curatela-. Salvo que se disponga lo contrario, tales medidas se destinarán a proteger tanto los intereses económicos como personales del beneficiario de las mismas.
En cualquier caso, el sistema adoptado será respetuoso con las libertades individuales, los derechos humanos y la dignidad del interesado. La finalidad de su adopción no es otra que preservar el interés de la persona protegida. Además, con el régimen de guarda elegido tratará de promoverse, en la medida de lo posible, la autonomía del beneficiario (art. 415 Code).
En este sentido, sólo se acudirá a alguno de los sistemas contemplados en el Código francés cuando los intereses de la persona no puedan atenderse de otro modo, mediante una alternativa menos restrictiva o a través del mandato de protección futura. Asimismo, la medida de protección adoptada deberá ser proporcional e individualizada en atención al grado de alteración de las facultades del individuo (art. 428 Code), y se ejercerá bajo la supervisión del Juez y del Ministerio Fiscal (art. 416 Code).
Cuando la persona requiera una protección temporal o ser representada en la realización de algún acto, el instrumento adecuado –a falta de mandato de protección futura- es la salvaguarda de justicia, que puede establecerse de oficio o a instancia del Ministerio Fiscal (arts. 433 y 434 Code).
En este supuesto, el interesado conserva su capacidad de obrar, salvo para realizar aquellos actos que se hayan encomendado a un mandatario especial (arts. 435, párr. 1º, y 437 Code). Sin embargo, si se prueba su falta de capacidad natural en un momento dado, procederá la nulidad del acto llevado a cabo en tales circunstancias (art. 414-1 Code). Cuando la falta de entendimiento y voluntad no pueda probarse, los actos ejecutados por el sometido a salvaguarda de justicia podrán rescindirse por simple lesión o reducirse en caso de exceso. A tal efecto, los Tribunales tomarán en consideración la utilidad o inutilidad de la operación, la importancia o consistencia del patrimonio de la persona protegida y la buena o mala fe de los terceros con quienes se contrató (art. 435, párr. 2º, Code).
La duración de la salvaguarda de justicia no puede exceder de un año; sin embargo, podrá renovarse por igual periodo cuando concurran las circunstancias establecidas en el párrafo 4º del artículo 442 del Code.
La medida finalizará por el vencimiento del plazo para el que se constituyó, salvo que la causa que la originó cesase antes. Asimismo, el establecimiento de tutela o curatela determinará la extinción de la salvaguarda de justicia (art. 439 Code).
Cuando una persona capaz de actuar por sí misma necesite ser asistida de manera continua en los actos importantes de la vida civil y se pruebe que la salvaguarda de justicia no puede proporcionarle la protección adecuada, será sometida a curatela (art. 440, párrs. 1º y 2º, Code).
El sometido a curatela requerirá la asistencia del curador para la realización de los actos respecto de los cuales el tutor necesita autorización judicial o del Consejo de Familia (art. 467 Code), salvo que el Juez, al constituir este régimen de guarda, los haya ampliado o reducido (art. 471 Code).
El curatelado podrá otorgar testamento por sí solo, realizar donaciones con la asistencia de su curador (art. 470 Code), contraer matrimonio con autorización del curador o, en su defecto, del Juez (art. 460 Code) y celebrar un Pacto Civil de Solidaridad asistido por el curador (art. 461 Code).
El curador, en principio, no puede sustituir al curatelado; sin embargo, cabe que solicite autorización al Juez para realizar por él un acto determinado o para provocar la apertura de la tutela (art. 469, párrs. 1º y 2º, Code). También es posible establecer una curatela reforzada, que incluirá la administración de los bienes por el curador (art. 472 Code).
Si el curador denegase su asistencia para la realización de un acto por el curatelado, éste podrá pedir al Juez que le autorice a llevarlo a cabo por sí solo (art. 469, párr. 3º, Code).
Finalmente, podrá ordenarse el sometimiento a tutela de una persona cuando ésta deba ser representada de manera continua en los actos de la vida civil y se demuestre la insuficiencia de la salvaguarda de justicia y de la curatela para proporcionar la protección adecuada (art. 440, párrs. 3º y 4º, Code).
El tutor representa al tutelado en todos los actos de la vida civil, salvo en aquellos que la ley o la costumbre le permitan realizar por sí mismo. No obstante, cabe que el Juez, al decretar la tutela, señale actos que el tutelado podrá realizar solo o con la mera asistencia del tutor (art. 473 Code). Asimismo, corresponde al tutor la administración de los bienes del tutelado (art. 474 Code).
El sometido a tutela podrá realizar donaciones, asistido o representado por el tutor, previa autorización del Juez o del Consejo de Familia (art. 476, párr. 1º, Code). Igualmente, podrá otorgar testamento, contraer matrimonio o suscribir un Pacto Civil de Solidaridad con autorización del Juez o del Consejo de Familia (arts. 460, párr. 2º, 462 y 476, párr. 2º, Code).
Quedan excluidos de la curatela y de la tutela los actos que requieran consentimiento estrictamente personal; en concreto, la declaración de nacimiento de un hijo, el reconocimiento de un hijo, los actos de la autoridad parental, la declaración de elección o cambio de nombre de un hijo y el consentimiento para adoptar o para consentir su propia adopción (art. 458 Code).
En cualquier caso, la persona sometida a curatela o tutela deberá ser informada por su curador o tutor de las circunstancias que afecten a la persona, de los actos que se van a realizar en su nombre, así como de su utilidad, urgencia y efectos (art. 457-1 Code).
Los actos realizados por el interesado sin la asistencia de su curador o tutor, cuando ésta sea preceptiva, no podrán ser anulados salvo que se pruebe la concurrencia de grave perjuicio (art. 465, apdo. 2º, Code). Los que requieren representación serán nulos de pleno derecho sin necesidad de demostrar la concurrencia de perjuicio (art. 465, apdo. 3º, Code).
Si el curador o el tutor llevan a cabo por sí solos un acto que requiere la intervención del interesado o la autorización del Juez o del Consejo de Familia, será nulo de pleno derecho (art. 465, apdo. 4º, Code). Sin embargo, cabe la confirmación del mismo por el Juez o por el Consejo de Familia antes del ejercicio de la acción de nulidad (art. 465, in fine, Code).
El sometimiento a curatela o a tutela persistirá durante el plazo determinado por el Juez, que no debe exceder de 5 años (art. 441 Code). No obstante, cabe su prórroga por igual o superior plazo cuando, conforme al estado actual de la ciencia, no se prevea una posible mejoría del beneficiario (art. 442 Code).
La extinción de la curatela o de la tutela tendrá lugar por la expiración sin renovación del plazo previsto, por la revocación judicial de la medida o por la muerte del interesado (art. 443, párr. 1º, Code).
IV. EL SISTEMA ESPAÑOL: SU ADECUACIÓN A LOS PRINCIPIOS DE LA CONVENCIÓN DE NUEVA YORK
En España, la primera modificación importante en este ámbito se produjo con la Ley 13/1983, de 24 de octubre, de reforma del Código civil en materia de tutela, que trató de suavizar el rígido sistema de salvaguarda de incapaces regulado por el Código civil de 1889, adaptándolo a los criterios establecidos en la Constitución española de 1978.
La principal aportación de la Ley 13/1983 fue la sustitución del severo sistema de incapacitación heredado del Código napoleónico –que preveía idénticos efectos para todo incapacitado, independientemente de su concreto grado de discernimiento- por otro que permitía adaptar la extensión de la incapacidad declarada a las circunstancias del destinatario de la medida. A tal efecto, asumiendo la doctrina sentada por el Tribunal Supremo en sus sentencias de 5 de marzo de 1947, 13 de mayo de 1960, 25 de marzo de 1961, 17 de abril de 1965 y 6 de febrero de 1968 –que puso de manifiesto la falta de adecuación de las instituciones de guarda previstas en el Código civil a la realidad social del momento y, en coherencia con ello, decidió ajustar el alcance de la tutela a la intensidad de la perturbación del interesado-, incorporó a nuestro ordenamiento dos nuevos órganos de protección: el curador y el defensor judicial.
Desde entonces, la sentencia de incapacitación debe determinar expresamente a qué actos alcanza la incapacitación, situando al sujeto en el concreto grado de incapacidad que corresponda a sus circunstancias (STS de 19 de mayo de 1998) y, por tanto, restringiendo al mínimo imprescindible la limitación de su capacidad de obrar (ant. art. 210 C.c. y art. 760.1 LEC). En otras palabras, en España la incapacitación es graduable.
Asimismo, al declarar la incapacitación, el Juez debe pronunciarse sobre el régimen de guarda al que ha de quedar sometido el incapacitado; en concreto, cuando carezca absolutamente de capacidad de autogobierno, se instaurará la tutela, mientras que, cuando su grado de discernimiento no determine su total inhabilidad para gobernarse, quedará sometido a curatela.
El tutor es el representante legal del incapacitado, de manera que podrá realizar por él cualquier acto, salvo aquellos que el interesado pueda realizar por sí solo, ya sea por disposición expresa de la sentencia de incapacitación o de la ley (art. 267 C.c.). En relación con esto último, téngase en cuenta que en el sistema español se permite a los incapacitados realizar por sí mismos un buen número de actos; así, por ejemplo, pueden adquirir la posesión de los bienes (art. 443 C.c.), aceptar donaciones puras (art. 626 C.c.), contraer matrimonio (art. 56, párr. 2.º, C.c.), otorgar testamento (art. 665 C.c.), reconocer hijos no matrimoniales (art. 121 C.c.) u otorgar capitulaciones matrimoniales (art. 1130 C.c.).
Igualmente, al tutor le corresponde la administración ordinaria de los bienes del tutelado (art. 270 C.c.); sin embargo, para realizar actos que excedan de ella o del cuidado normal de la persona, requiere autorización judicial, bajo sanción de nulidad (art. 271, en relación con el 6.3, C.c.).
Por su parte, el curador “no suple la voluntad del afectado, sino que la refuerza, controla y encauza, complementando su deficiente capacidad, por lo que su función no viene a ser de representación, sino más bien de asistencia y protección” (STS de 31 de diciembre de 1991). En este sentido, según el artículo 289 del Código civil, “La curatela de los incapacitados tendrá por objeto la asistencia del curador para aquellos actos que expresamente imponga la sentencia que la haya establecido”. Si la sentencia de incapacitación no hubiese especificado los actos en que se requiere la intervención del curador, se entenderá que ésta se extiende a los mismos actos para los que los tutores necesitan autorización judicial, es decir, a los actos de administración extraordinaria (art. 290 C.c.).
Obviamente, la incapacitación no produce efectos de cosa juzgada, de suerte que, sobrevenidas nuevas circunstancias, podrá instarse un nuevo proceso que tenga por objeto dejar sin efecto o modificar el alcance de la incapacitación declarada (art. 761.1 LEC).
Aunque no cabe duda de que la Ley de 1983 introdujo notables mejoras en relación con la protección de las personas privadas de autonomía, no estuvo exenta de críticas; una de las más reiteradas fue la falta de valor del legislador para conferir algún protagonismo al interesado en el establecimiento de las medidas que habían de serle aplicadas, a pesar de que tal posibilidad ya se planteó en la discusión parlamentaria de la reforma. De otro lado, su regulación excluía de toda protección jurídico-privada a un gran número de personas; en concreto, a todas aquellas que, presentando limitaciones merecedoras de un tratamiento especial, no se hallasen incursas en causa de incapacitación (por ejemplo, las que presentaban exclusivamente una discapacidad física) o que, simplemente, no hubieran sido incapacitadas.
Algunas de estas carencias se subsanaron con la aprobación de la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, que, además de dirigir buena parte de las medidas que prevé a todas las personas que presenten determinado grado de discapacidad, con independencia de si en ellas concurre o no causa de incapacitación, y de si, concurriendo, han sido o no judicialmente incapacitadas, dio entrada al principio de autonomía de la voluntad en el campo que nos ocupa, a través de la incapacitación voluntaria y la autotutela. Al mismo tiempo, esta norma incorporó a nuestro Derecho los denominados poderes preventivos, que permiten al interesado diseñar su futuro para el caso en que le sobrevenga una situación de incapacidad, sorteando la incapacitación judicial.
Con todo y con ello, la situación actual dista mucho de ser perfecta, fundamentalmente, porque, aunque –conforme al espíritu y a la letra de la Ley- sólo debe acudirse a la incapacitación como último recurso y, en tal caso, la sentencia debe ajustarse como un guante a la medida del interesado, en la práctica –unas veces por falta de medios de la Administración de Justicia y otras por exceso de celo de los Jueces en la salvaguarda de la seguridad jurídica- se multiplican las resoluciones que restringen los derechos de los interesados más allá de lo estrictamente necesario.
De ahí que un importante sector doctrinal y asociativo haya aprovechado la entrada en vigor para España de la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad –el 3 de mayo de 2008- para cuestionar la adecuación del sistema de incapacitación expuesto a los postulados de la mencionada norma; en concreto, se ha señalado que “la configuración tradicional de la incapacitación, desde una concepción que tiene como base el modelo médico, puede suponer una limitación excesiva e incluso absoluta de la capacidad de obrar, en aquellas personas con alguna deficiencia física, intelectual o psicosocial, impidiéndoles la realización de actos de carácter personal y patrimonial o suponiendo en la práctica, un modelo de sustitución en la toma de decisiones”, lo que representa una clara conculcación de la dignidad de la persona incapaz. Asimismo, en cuanto supone aplicar un tratamiento a los que tienen capacidad y otro distinto a los que carecen de autogobierno, se colige que la incapacitación constituye una flagrante violación del principio de igualdad. En coherencia con ello, se impone la necesidad de reformar el sistema actual y de adoptar “una nueva herramienta basada en un sistema de apoyos que se proyecte sobre las circunstancias concretas de la persona, el acto o negocio a realizar”; ésta es, por ejemplo, la postura acogida por el Ministerio Fiscal en el caso resuelto por la STS de 29 de abril de 2009.
En esa resolución, nuestro Tribunal Supremo ha declarado que “la incapacitación sólo es un sistema de protección frente a limitaciones existenciales del individuo y que nunca podrá discutirse la cualidad de persona del sometido a dicho sistema de protección”. “Todas las personas –prosigue la sentencia-, por el hecho del nacimiento, son titulares de derechos fundamentales con independencia de su estado de salud, física o psíquica”, de manera que “la incapacitación al igual que la minoría de edad no cambia para nada la titularidad de los derechos fundamentales, aunque sí que determina su forma de ejercicio”. Cosa distinta es que cada incapaz pueda precisar diferentes sistemas de protección, porque puede encontrarse en diferentes situaciones; de ahí que deba evitarse una regulación abstracta y rígida de la incapacitación. “Esta diferente situación –sostiene el Alto Tribunal español- ya fue prevista en la antigua sentencia de esta Sala de 5 marzo 1947 donde se admitió la posibilidad de graduar el entonces rígido sistema de incapacitación y aunque una parte de la doctrina se opuso a esta interpretación que adaptaba la incapacitación a la realidad social, lo cierto es que no sólo fue aplicándose el sistema, sino que finalmente se aceptó en la legislación civil posterior a la CE”. Del mismo modo, “la incapacitación no es una medida discriminatoria porque la situación merecedora de la protección tiene características específicas y propias. Estamos hablando de una persona cuyas facultades intelectivas y volitivas no le permiten ejercer sus derechos como persona porque le impiden autogobernarse”. Por tanto, la adopción de medidas específicas está justificada, dada la necesidad de protección de la persona derivada de su falta de entendimiento y voluntad. Esta interpretación –concluye el Supremo- “hace adecuada la regulación actual con la Convención, por lo que el sistema de protección establecido en el Código civil sigue vigente”.
En cambio, en la mencionada sentencia, nada se dice sobre qué herramientas de apoyo resultan idóneas en cada supuesto, porque, como afirma la Sala –con bastante buen criterio-, ella carece de “competencia para juzgar sobre los términos más adecuados para identificar las instituciones de protección”, tarea que deberá afrontar el poder legislativo; de hecho, en el caso que resuelve, declara a la interesada “incapaz de modo absoluto y permanente para regir su persona y administrar sus bienes, así como para el ejercicio del derecho de sufragio”, y decreta su sometimiento a tutela; es decir, nada nuevo bajo el sol.
Sin embargo, en sus resoluciones posteriores sobre la materia (de 11 de octubre de 2012 y 24 de junio de 2013), al ocuparse de dos supuestos de incapacidad parcial o limitada, el Tribunal Supremo acude a la aplicación de la curatela, aunque –eso sí- “reinterpretada a la luz de la citada Convención, desde un modelo de apoyo y de asistencia y el principio del superior interés de la persona con discapacidad, que, manteniendo la personalidad, requiere un complemento de su capacidad”. Tal “reinterpretación” consiste en extender el alcance de la curatela a la esfera personal del incapacitado; cosa que, según muchos autores, excede de la configuración actual de la institución, que en nuestro Código civil está diseñada exclusivamente para actos de contenido patrimonial.
En consecuencia, cuando el incapacitado resulta inhábil para regir su persona, debe sometérsele a tutela, lo que automáticamente le excluye del proceso de toma de decisiones, en contra de las recomendaciones de la Convención; téngase en cuenta que, en el Código español, el tutor sustituye al tutelado en todo caso, no cabe que pueda representarle o simplemente asistirle, según convenga. Otro tanto ocurre cuando el interesado, siendo apto para realizar actos personales y requiriendo un mero complemento para muchos de los patrimoniales, necesita ser sustituido en algún acto concreto, ya que el curador no representa a la persona a la que asiste.
Esta falta de versatilidad de los regímenes de guarda tradicionales aconseja acometer una reforma del sistema español, en orden al establecimiento de “las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica” (art. 12.3 Convención). En este sentido, las propuestas doctrinales oscilan desde la modificación de las instituciones existentes hasta la completa sustitución del sistema de incapacitación, pasando por la incorporación de una figura que se sitúe a medio camino entre el tutor y el curador.
No obstante, pese a la notable y constante atención que nuestra doctrina científica dedica a esta cuestión y a las crecientes demandas procedentes del sector privado, no parece que el legislador español tenga especial interés en afrontar la modificación de las instituciones vigentes; de hecho, hace ya algunos años, la disposición final primera de la Ley 1/2009, de 25 de marzo, ordenó al Gobierno remitir a las Cortes Generales en el plazo de seis meses un Proyecto de Ley de reforma de la legislación reguladora de los procedimientos de incapacitación judicial, que deberían pasar a denominarse procedimientos de modificación de la capacidad de obrar, y, a día de hoy, dicha prescripción sigue sin cumplirse.